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DEL LACOSTE AL LOW COST (I):Cuando fuimos símbolos

Hemos pasado de un paradigma de distribución y venta de bienes reconocidos a un paradigma de productos y servicios de precios bajos y márgenes ajustados. El autor analiza esta transición bajo el prisma de las marcas y enseñas de distribución.

Víctor G. Pulido para “Desde mi Atalaya”.


Hubo un tiempo no muy lejano en que los semiólogos se impusieron como tendencia dentro de las toma de decisiones de los consejos de administración de la mayoría de la grandes corporaciones globales. Gobernaron el área de marketing y comunicación mucho más allá de lo que jamás llegaron a imaginar las grandes agencias y centrales de medios. Pero el reconocimiento de sus contribuciones al mundo académico y su ascenso a la industria del comercio no constituyó un camino sencillo para la semiótica, una joven disciplina que se abría paso, no sin dificultades. Así fue como con anterioridad al empeño de mistificar el símbolo de las marcas comerciales, los semiólogos deambularon sin oficio definido por diferentes departamentos universitarios hasta encontrar, por fin, su espacio en las aulas. Allí se les permitió demostrar a sus alumnos la íntima conexión existente entre imagen y mensaje, dotando de este modo a los futuros comunicadores de una nueva metodología. Con su llegada al sector corporativo, décadas más tardes, muchos de estos lingüistas cambiaron la concepción de comunicación de marcas del mismo modo en que sus viejos maestros desenmascararon el símbolo como agente transmisor de representaciones. “¿Te gusta conducir?”, de BMW, fue uno de los máximos exponentes de la madurez de esta tendencia. El producto desaparece y en su lugar se encumbra la representación simbólica del estilo de vida que promueve la marca, su logo. La integración de la semiología como novedosa estrategia mercadotécnica propició que muchos técnicos o creativos publicitarios volvieran reticentemente su mirada hacia Platón. De este modo el nuevo paradigma desplazó de modo imprevisible a Mc Luhan y recuperó a los clásicos. Mitigado, el mensaje yo no era el medio, lo dejó de ser acaso el soporte, cediendo la transmisión a algo más directo e intuitivo: la percepción icónica como contenido discursivo.

Un ejemplo se contempla hoy en McDonald’s: la fuerza del anagrama con sus arcos dorados y su “I’m loving it”, insistían los filósofos del lenguaje, es el mensaje, sin más comparsas añadidas a su escudo y leyenda. Por sí sólo se vale. La promoción de una marca no necesitaba de más artificios. O bien de otros referentes como caras famosas o costosos patrocinios deportivos. En definitiva venían a decir: “¡Escuchad!: McDonald’s no son ellos; McDonald’s somos nosotros”. De tal modo que el referente dejó de ser la identificación con el ídolo mediante el consumo de productos con los que se vinculaban comercialmente (Jackson para PepsiCo. o Jordan para Nike); por el contrario, pasó a centrarse en la necesidad de sentirse miembro de un grupo definido, esto es, de una comunidad que se define por su adscripción a un consumo común, a unas preferencias compartidas. Emblemas como Ferrari o la alta costura francesa, talleres donde ciertamente es la obra la que moldea al hombre, lo habían demostrado: lo que le da valor tangible al producto no es su parafernalia, es la comunidad que lo consume, su albergado sentimiento de identidad, no ningún elemento ajeno a él. Para el que dude que una semiótica (logotipo o producto) no da lugar a una comunidad un ejemplo lo retomamos en la misma McDonald’s recientemente. Ante las restricciones nutricionales y promocionales impuestas por el gobierno californiano a la multinacional de las hamburguesas, no ha sido ésta la que ha salido en su defensa corporativa, sino sus clientes. Sentían que alterando el producto el gobierno atentaba contra su libertad de elección y vulneraba los del valor intelectual de la marca que tanto adoran.

El logo se torna en representación heterogénea de una identidad grupal de masas y sus derechos y, en su evolución orgánica, de una comunidad de consumo que se lo apropia y defiende. Coca-Cola jamás imaginó que el más acérrimo defensor de sus propios intereses comerciales fueran sus consumidores cuando la misma compañía tomó la mala decisión de retirar su emblemática “Classic Coke”. Si se modifica o restringe el producto, se atenta contra el logo, contra la comunidad. La semiología, pues, mostró al mundo estás íntimas conexiones tribales que aún perduran en nuestra estructura cerebral: el uso de un útil define a una comunidad, representa su modo de vida y le proporciona una ideología pop entorno a sus símbolos, lo que potencia los beneficios de las compañías. El mejor fichaje de Nike no fue Michael Jordan, por mucho que se insista en su protagonismo como impulsor de la marca. Si el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos abanderó la enseña deportiva no fue por mero arbitrio de la compañía o mérito único del atleta. La comunidad afroamericana que le vio crecer en las calles previamente había impulsado la gama de calzado deportivo de Nike, útil cómodo y por entonces accesible, como medio de diferenciación social en oposición al calzado formal de la clase anglosajona. Phil Knight, fundador de la compañía, supo adivinar la entrelazada conexión social de todos estos elementos y talló una multinacional extraída de un bloque de asfalto. De tal modo que fue la comunidad la que moldeó la figura de Jordan tanto como éste reforzó la imagen de su marca. El producto se convirtió con Nike en significado y su logo devino en significante.

Sucedió entonces que, por doquier, muchas casas comerciales se rindieron a la evidencia del poder de representación social que podrían extraer de sus logos, activos dormidos. Desde Renault a Siemens pasando por Adidas o PepsiCo la adscripción al logo fue la réplica general. Pero este elemento impulsor de marcas no detuvo su inercia en lo corporativo, despertando el mismo anhelo en instituciones globales no comerciales que jamás lo hubieran contemplado en su seno. Así, y por citar algunos ejemplos universales, el Real Madrid C.F. se encarnó mediante metamorfosis caustica en algo de lo que nunca supo que ya era, una marca, por inspiración de los semiólogos; la agencia aeroespacial norteamericana, recorrió el camino inverso pretendiendo convertir el logo en línea de nostálgicos productos sin darse cuenta de que la N.A.S.A. constituía, per se, un símbolo americano; y de tal guisa Roma replicó a Houston y la mercadotecnia del Vaticano propiciada en los últimos años del pontificado de Juan Pablo II, con su línea de merchandising religioso y mercadotécnica hierática, insuflaban hasta las beatificaciones. De este modo el poder del lenguaje semiótico-corporativo invadió todos los entes institucionales y pasó de ser una tendencia de lo global a una emergencia de lo local: todos somos marcas, somos logos, parecía ser la consigna. El virus de la semántica había colapsado todo el sistema de mercarepresentación visual de las casas comerciales y de las instituciones, descendiendo en su cascada de contagios hasta llegar a alcanzar ya no sólo a los fabricantes, sino a los propios tenderos.

Para el particular caso de las medianas y grandes superficies, que es lo que nos atañe, mucho de ello se debió al valor de tamaño que devino de la fusión que dio origen a Carrefour, a finales de los noventa. Por entonces aún Wal-Mart, la mayor de las mayores, se contemplaba como un macrodiscount de distrito cuyo mayor atractivo estético eran los carteles de oferta de a dólar las seis latas de cerveza. Sin embargo, los directivos de esta multinacional francesa lo tuvieron claro: perentorio adscribirse al logo y potenciarlo, como habían llevado a cabo las marcas de producción. Quizás no podrían lograr transmitir un mensaje de comunidad a corto o medio plazo como las grandes marcas globales norteamericanas (aparte de las citadas incluimos, Harley-Davidson, Jack Daniel’s, Disney, Marlboro, Budweiser o Ford, por extensión), pero algo quedaba patente: la estética vende. Y ya no se trataba de vender lo ajeno y venderlo bien: se trataba de vender lo propio, la tienda, y hacerlo mucho mejor. Sin solución de continuidad para el viejo concepto de tenderos, el grand retail habría de abocarse sin remisión a reconvertirse en “marca”, más que ser “contenedor de marcas”. Y ello sólo podría ser a través del impulso de un nuevo concepto de imagen repicado además en el tiempo. Se coronaría un logo o su anagrama en una cuidada fachada de tonos corporativos; vistosas blusas de colores para ellas, marciales uniformes para ellos; infraestructuras complementarias como cafetería o zona de juego infantil; servicios ajenos como cine, moda o restauración dentro de sus galerías y potenciación y posibilidad de implementación atípica de servicios financieros y turísticos. Todo ello facilitaría una expansión permanente. Esto proporcionaría, además, sinergias de importantes consecuencias a largo plazo: por una parte, dar origen a una comunidad de usuarios que se identificaran con una experiencia de compra de la enseña y de su fidelidad a sus servicios; por otra, debilitar el poder de los distribuidores intermedios en los lineales, con gran capacidad operativa con anterioridad a las medias y pequeñas fusiones, antes de la consolidación comercial  de las marcas blancas. La iniciativa de Carrefour se convirtió en un modelo o bien respuesta global para todas las grandes cadenas, puesto que a raíz de su iniciativa todas se percibieron como verdaderas instituciones (excepto los grandes almacenes que lo consideraban para ellos desde siempre). Tan sólo la neoyorquina Zabar’s se resistió a alejarse de su vocación y oficio, siguió vindicándose como tendero cutre de barrio para diferenciarse de la tendencia por honestidad; lo que extrañamente, para su escarnio, convirtió esta cadena de ultramarinos en marca por aclamación popular a lo largo y ancho de la gran manzana. Al margen del anecdotario, tanto para unas como para otras, quisieran o no y gracias a la consolidación de una imagen de marca, así fue como se concibieron y fueron dando forma y volumen a sus nuevas estructuras. Había nacido, por contraposición al producto, la “marca de distribución”, algo que hoy llamamos enseñas. La semiótica logró que de un conjunto de horrendas y espaciosas naves industriales afincadas en polígonos liminares surgieran marcas de emplazamiento que movilizasen a centenares de miles de personas, todos los fines de semana, auspiciados por el sentimiento de pertenecer a un club masivo de consumo. El círculo simbólico se había cerrado y la historia del marketing terminó de escribir una nueva página. Lamentablemente para la semiología, no la última. El nuevo siglo se despertó a otra conciencia: el “No-Logo”.    

Víctor G. Pulido


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