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DEL LACOSTE AL LOW COST (II): No-frills, No-logo




 Víctor G. Pulido para “Desde mi Atalaya”.

Hong-Kong, julio de 1997: un país ciudad-estado, dos sistemas económicos, tres lenguas dominantes, cuatro divisas internacionales, cinco razas diferenciadas y seis tipos tradicionales de cocina (entre ellas, la whopper). Para empezar a conquistar comercialmente China, no era un mal principio. La devolución de la colonia británica al subcontinente mandarín no parecía tan traumática para las grandes empresas como quizás lo fuese entonces para el orgullo de su metrópolis, Londres. Pero así estaba pactada para con el futuro del régimen comunista y muchos directivos occidentales no se perdieron la oportunidad de divisar desde los tallecidos rascacielos el elaborado espectáculo de luz y pirotecnia ceremonial urdida al efecto. Una noche de fuego con la que Beijing abrazó la bienvenida a su soberanía del más añorado de sus hijos pródigos: la isla ocupada. En los helipuertos y miradores, improvisadas terrazas de catering al donaire de la brisa. Los brindis de champagne intercambiados a cada eclosión de pólvora hacían interpretar la pirotecnia, además, como un saludo de hospitalidad para las grandes corporaciones por la nueva economía oriental emergente. Hong-Kong representaba la expansión sin límites. Más allá de lo que supuso el sudeste asiático durante los ochenta, hoy economías declinantes. “La Isla” suponía el inicio, el perfecto caballo de Troya para dar trasiego a toda una serie de marcas encaminadas a un inmenso target potencial de más de mil millones de ciudadanos chinos. La República Popular se abría oficiosamente al mercado mundial con aquellos artificios que simbolizaban para las compañías de largo recorrido el pistoletazo de salida para la maquinaria semiótica del logo. Para el semiólogo, erigido sobre su cumbre, no podía ser de otro modo en una cultura asiática tan tradicionalmente apegada a sus símbolos y grupos de adscripción. Japón era la demostración viva según la cual un sentimiento de comunidad apegado en torno a las marcas y no tanto a sus tradicionales comunidades de referencias (empresa, familia, pagoda), podría seguir explotándose. Tan sólo sería cuestión de tiempo que los chinos se entregaran al igual que sus vecinos asiáticos décadas atrás a la modernidad cool de la pertenencia, mediante grupos de correligionarios erigidos en torno diferentes conceptos de comunidades de marcas. Por un fin un sistema de comunicación de consumo, el elixir del logo, se había convertido en lenguaje universal. Las marcas alcanzarían su cenit global, bajo este paradigma, en un inmenso país que crecía a un diez por ciento interanual.



Starbucks ha sabido apropiarse de valores postmaterialistas al tiempo de constituirse en marca de consumo masivo: el marketing fusiona conceptos aparentemente enfrentados.

Pero mientras tanto, mientras todo esto ocurría, mientras se celebra el paradigma final de la comunicación empresarial cristalizada en la psicología del concepto, en la gramática del logo, los emergentes canales de producción y comercialización asiáticos de productos de mecánica, bazar y electrónica también se mostraban igualmente predispuestos para abordar al mundo. Ciertamente, a su modo, aplicándole una lógica inversa y con armas con las que sus oponentes desarrollados no podrían ni tan siquiera soñar: divisa maleable, bajos costes salariales, intensidad en mano de obra y tecnología clónica. Nada de anagramas incrustados o masivas campañas de publicidad. Tampoco aplicación de diseño. Ni mucho menos I+D. Tan sólo manufactura pura y dura. Sin ornamentos, el precio seguiría definiendo arquetípicamente el tradicional eje estratégico característico de una cultura milenaria de mercaderes como durante gran parte de su historia lo fue China. Paleomercadotecnia. Quizá por ello las economías desarrolladas no interpretaron este planteamiento como una amenaza a sus intereses o producciones locales. Se percibía como una decimonónica solución de China para la estimulación y captación de su propia demanda interna. Fuera de su mercado en cimientos, su arcaica concepción de posicionamiento no podría captar la atención del consumidor senior. Y todo ello a pesar de reconocer que, al fin y al cabo, los parámetros empleados por la producción china no se distanciaban tanto de los estándares de incipientes empresas convertidas en transnacionales de referencia en la otra cara del globo: “Zara” e “Ikea” se desentendían de la calidad; Starbucks y Amazon no invertían en publicidad; GM Europa o Skoda-VW producían buenos automóviles sin acudir al diseño; y “Dell” se erigía sobre componentes clónicos. Compartían con el procedimiento oriental que los procesos tendían a convergir hacia la reducción de costes, pero subrayando que el valor diferenciador de cada una de ellas con respecto a las asiáticas era la marca, no tanto la excelencia. Y los chinos distaban mucho de tan importante factótum para convencer a los importadores occidentales: carecían de credibilidad icónica. Durante la “fiebre del logo”, la marca suponía el mayor activo, la marca se constituyó en una psiconómica barrera a la entrada para nuevos competidores emergentes más allá de la lucha por la reducción de aranceles. Sin poder de marca todo vano intento de infiltrarse en los rígidos canales occidentales de distribución parecía una ensoñada quimera.


“Diario de un rebelde” y “La playa” encumbraron Di Caprio como icono pop de la cultura desencantada de la “Generación X”.

A pesar de todo, durante aquel tiempo una China desentendida del juicio occidental de sus productos finales perseguía la consolidación de su milagro económico. Mientras motivaba a cientos de jóvenes chinos a incorporarse diariamente a las maquilas y al esfuerzo industrializador de su país, al otro lado del Pacífico otros tantos de sus coetáneos de estética grunge se agolpaban frente a los mostradores de las aerolíneas en busca de un billete barato y una “experiencia fundamental”. Muchos de ellos maquilaron para conseguirla: se avocaron a un McJob en “Wendy’s” o “Wal-Mart” con tal de reunir poco más de un par de miles de dólares y aspirar a un año sabático de viajes por el mundo. Pero, ¿cómo lograrlo con tan poco dinero?: bajo la nueva tarifa de vuelo last minute. Se trataba de la última tendencia postmodernista de la “Generación X”, fielmente reflejada en el filme “La Playa”, protagonizado por el icono que mejor la representó al margen de Cobain o Phoenix: Di Caprio. Asentados en la terminal, los jóvenes norteamericanos tan sólo tenían que esperar a que llegara el momento es que alguna compañía ofertara asientos libres sobre un indefinido destino contados minutos antes del cierre de la facturación de equipajes. Naomi Klein, una jovencita ya por entonces camino de la treintena, compartía aeronaves junto a todo este tropel de desaliñados en busca de paraísos. Klein, periodista, supo desde el principio que la compañía norteamericana “SouthWest Airline”, a la que se le achacaba la idea de tan heterodoxa tarifa, era la que mejor se adaptaba a su asfixiante contabilidad de investigadora. La aerolínea batallaba diariamente por hacer frente a la subida del queroseno como consecuencia del fuerte incremento del Brent a cuenta de la demanda china. Efectivamente, las especulaciones en torno a la voracidad china de combustible (junto a otros factores) había elevado el coste del crudo meses antes de la entrega de la colonia británica. Optimizar las plazas de un aparato era un modo de aplacar el incremento de fijos. El sector no tardó en replicarle a “Southwie” la estrategia y el fenómeno espontáneo de viajar barato a destinos lejanos a cambio de ayudar a los aviones a pagar la factura del surtidor, se popularizó. Pero esta tendencia no se convirtió en producto como tal hasta llegar a desarrollarse plenamente en la cabeza de un excéntrico y visionario británico.



Virgin Express: Branson eliminó los costes de publicidad de su filial de vuelos.“La publicidad eres tú”, refiriéndose en un ocasión al boca a boca.

Richard Branson tuvo fama a lo largo de los ochenta y noventa de convertir en oro todo aquello sobre lo que aposentaba sus manos. A todos sus ilustres hijos les puso el mismo nombre, “Virgin”, con lo cual si alguien poco conocido te confesaba que era fiel a su marca no te dejaba muy claro si se trataba de un aficionado a la lectura, a la música, a los videojuegos, bien al cine o a los viajes. Quizá lo fuera de todo, como el propio Branson. El magnate británico se quejaba constantemente de que su jet privado no le permitía disfrutar de todas estas aficiones cómodamente mientras viajaba. Pero en lugar de equiparlo, adquirió una renqueante compañía de vuelos y una vez reflotada la dotó de nuevas incorporaciones y las últimas tecnologías de ocio: monitores sobre el respaldo, música digital, acceso a juegos electrónicos, focos direccionales para la lectura y telefonía móvil. Y todo sin moverse del asiento. Lo que hoy puede parecer común a muchos aviones comerciales de nueva generación, ya había visto la luz en la “Virgin Atlantis” a mediados de los noventa. Claro que lo concibió para gente adinerada y fiel a su logo. Pero Branson no perdió la oportunidad de aprovechar la popularidad de su marca para segmentar su oferta de vuelo orientándola hacia una pujante clase trabajadora y juvenil. De este modo maduró la idea de la filial “Virgin Express” en contraposición al concepto vip de su matriz: rutas convencionales, reducción de espacios entre asientos, slots nocturnos, supresión del lunch, la mantita y el periódico así como reducción del personal de embarque y cabina fueron elementos desenvueltos del nuevo diseño operacional. A ninguno de sus nuevos pasajeros le importó entonces que “Virgin Airlines” hubiera podido traicionar la filosofía de vuelos de su matriz; tan sólo pensaron que se les había dado la oportunidad de viajar con la prestigiosa compañía de Branson. El logo aún se imponía como elemento de consumo eclipsando la modalidad del servicio. Por eso durante algún tiempo a esto no se le conoció aún como “low-cost”, sino como “no-frills” (“sin gentilezas”), un servicio que compaginaba la excelencia de una marca de prestigio con las comodidades propias de una diligencia del lejano oeste. El magnate no tardó en aplicar el mismo concepto a sus respectivas líneas de negocios y para sus tiendas “Virgin Megastores” diseñó productos de precio ajustado y coste restringido muy en la línea de comercialización que años después impulsaría una instaurada internet.
Pero ya por entonces, aún sin eclosionar el “low-cost”, algo estaba cambiando. Y hablamos de un cambio cultural. Noemi Klein llegó a sintetizarlo: terminó el periplo de redactar su ensayo sobre antropología comercial contemporánea “El poder de las marcas” en hoteles urbanos que ofrecían baño individual sin albornoz ni mueble bar. A pesar de sus luces y sus sombras, nadie pudo cuestionar que lo que su posterior edición convirtió en un best-seller internacional llamado “No logo” no adivinara cambios generacionales contrastados en la pautas de consumo en adolescentes y tardoadolescentes: los jóvenes consumidores se “desmarcaban”. Habló de una revolución silenciosa contra las marcas promovida por una nueva conciencia global en occidente. Una conciencia propia de estratos de jóvenes desencantados que ya no se alineaban únicamente, como sus generaciones precedentes, en torno al poder de comunidad de unos iconos comerciales, sino de concepciones sociales añadidas. El valor añadido de la marca, venían a decir, no es únicamente su sentimiento de apego, sino su valor social. Para lo que así no fuera imbricaron una conciencia que consumía ideologías postmaterialistas; unas ideas alimentadas por la desvinculación paulatina con que la producción industrial se despojaba de los valores sociales que la sostenían (empleo, salarios crecientes, representación de trabajadores y derechos sociales). Contemplado este cortocircuito de flujos de las grandes corporaciones en las economías fuertemente desarrolladas, para muchos Seattle fue su Woodstock, un grito generacional. Pero Klein, Seattle y la generación del last minute olvidaron quizá ingenuamente que la industria y distribución occidental debía seguir su propia pervivencia al margen de la de sus propios consumidores locales: tanto para lo bueno como para lo malo eran agentes globales inmersos bajo una frenética tensión competitiva internacional. Y el nuevo consumidor americano no era más que un juguete roto, un nicho empobrecido y agotado. El american way of life estaba siendo desmantelado.



Seattle no simbolizó la resistencia al mercado global: desenmascaró el miedo  de los occidentales a que los países pobres lo pudieran ejercer libremente en pos de su desarrollo.

En efecto, un consumidor cada vez más sensible al precio y la utilidad, como bien esclarecía en sus tesis la periodista canadiense, orientaba su compra hacia objetos de menor coste que ofrecían oriundas prestaciones de las tradicionales marcas y sus opulentos diseños. Muchos de ellos eran asiáticos: bolsos, zapatillas, textil, electrónica y menaje del hogar invadían los viejos lineales. Aquella China inofensiva por indolente, productora de sus propios bienes industriales de autoconsumo y país de acogida de adoctrinadas economías postcoloniales tan sólo tardó mil días en constituirse la “fábrica del mundo”. La maduración definitiva al libre mercado de muchos países de poder adquisitivo precario y baja productividad como el Magreb, la CEI y la Europa del Este constituyeron el puerto de entrada para la distribución y comercialización de bienes finales asiáticos. Para estos países, cercados por el fin del milenio, el oriente chino globalizado les ofreció la posibilidad de ser tenderos para algunos al tiempo que consumidores para todos, algo intrincado en economías descentralizadas. China encontró en estas geografías un nicho de mercado adaptado a sus limitaciones de marca y calidad desde el cual expandirse al orbe. De este modo y mediante los resortes de la globalización los artículos asiáticos irrumpieron progresivamente desde economías rezagadas hasta llegar a alcanzar nuestro marco competitivo y, sin apenas pretenderlo, fueron hoyando la tumba del semiólogo, la muerte de su valor de marca. China despertó a Occidente del sueño y mito del logo, de su desmesurada abstracción, de su pretendida sinrazón de complejidades, a través de las aduanas. Y mientras el dragón desperezado devoraba el mundo en una lenta digestión, mientras desmozaba pieza a pieza nuestras industrias con sus pesadas economías de escalas haciendo estremecer nuestros sistemas monetarios y nuestro entramado de bienestar social, fue dando origen a un nuevo modo de entender al consumidor las entrañas de la producción: el “low cost”.

Víctor G. Pulido

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