Se cumple así la ley del marketing según la cual todo producto que mediante su excelencia tiende a ser demandado, debe sufrir el reconocimiento de ser replicado. El homenaje a un producto es su reproducción ilegítima. La condena del replicante es admirarle por el talento de un arte ajeno. La ventaja del cliente es la accesibilidad virtual, el disfrute del simulacro. La remisión para la industria, moverse en círculos concéntricos de subproducción. El producto de esta guisa se convierte en “subproducto” y el cliente en “subconsumidor”. El saicismo, vástago del “low cost”, hijo bastardo del toyotismo, no fabrica malos productos, tan sólo malas marcas, subconsumidores.
Víctor G. Pulido para “Desde mi Atalaya”.
Pekín deslumbró en el amanecer de su modernidad una ciudad de campanillas. Las bicicletas alegres formaban parte de su escenario decimonónico. Todo en la urbe imperial se asemejaba desde aquel entonces a un enjambre de grillos, con sus timbres de manillar incesantes, advirtiendo constantemente de su omnipresencia. Todo rinrineo se debía a la advertencia según la cual muchas de ellas no disponían de frenos que evitaran atropellos y colisiones. Y así fuera hasta en los preludios de la caída del Muro de Berlín, donde en la capital del Oriente era prácticamente inimaginable desplazarse por un medio que no fuera el bicícleo. En las calles angostas, las más cercanas al politburó, apenas veían dispersada su circulación de pedaleo por escasos berlinas oficiales Volga importadas por Moscú o por las patrullas “Lada” policiales. En las más alejadas de Tiananmen, por los urbanos y circulares. El vehículo era por lo general un bien público o, en su caso, oficial. Y, realmente, nunca se impuso más por necesidad que por deseo. Cuesta entonces creer que el que hasta no hace mucho era el país de las bicicletas, transcurridos poco más de dos decenios, la República Popular constituya acaso el primer montador mundial de automóviles. Prueba de su desconcertante producción local, que alberga ya más de una docena de fabricantes (“Saic”, “Buick”, “Chery”, “Xiali”, “Geely”, “GZ” y “Hafei”, entre otras casas), es su acompasada capacidad exportadora de este bien a países limítrofes. Y de la inercia vertiginosa de este circunspecto clúster se pretende dar alcance a los Estados Unidos previsiblemente antes del próximo campeonato mundial de fútbol en Brasil, para la que China espera clasificarse por segunda vez en toda su historia en consonancia con su protagonismo de primer orden en el mundo.
Para escenificar todo su potencial automovilístico ante los ojos del mundo el gobierno pekinés decidió que apostaría institucionalmente por este producto, icono por antonomasia de las sociedades industrializadas, creando en torno a su naturaleza un evento anual. De esta suerte de decisión tomada a raíz del nuevo milenio, nació de China su mejor escaparate industrial: el “Salón Internacional del Automóvil” con sede en la ciudad que el desarrollo del gigante asiático a convenido en llamar Beijing. Quizá no delate el encanto de la “Fira” de Barcelona ni tampoco contengan las seducciones de un congreso en Las Vegas, pero sin complejos ni renuncias esta inmensa feria da lugar al pavor. Durante el último lustro, más de la desaforada cifra de mil cuatrocientos modelos de al menos poco más de una veintena de países exponen sus novedades en un infinito hangar digerido mediante trayectos en cochecitos de golf. Exóticas azafatas sonrientes custodian los todoterrenos japoneses u operarios de impoluta bata blanca y gafas los europeos; para el sector de las marcas emergentes, afanadas coreografías realzan el producto nacional en un inmenso parque ferial dotado de las últimas tecnologías y prestaciones. Definitivamente, Detroit destronada, desposeída de su cetro y corona. La exposición de Beijing, sin duda, representa el epicentro comercial del motor y, como no podía ser de otro modo, la metrópoli de las bicicletas se ha convertido en la ciudad de los automóviles. Si uno de los síntomas del progreso es la nostalgia, podemos imaginar cómo la Ciudad Prohibida siente añoranza por sus vetustos ciclistas tanto como los turistas se han apropiado del clásico transporte para cortejar sus muros. Y es que el desarrollo chino ha invertido la lógica material de las mentalidades: defenestrado el coche en las grandes ciudades europeas, en Oriente es sinónimo de prosperidad.
Uno de los motivos que da respuesta a esta eclosión de la presencia de vehículos en las grandes y medinas capitales chinas, aparte del crecimiento contante y acelerado de su renta per cápita y el incremento de sus viales, es lo accesible de su adquisición. Para una gran mayoría de clase media emergente e importadores periféricos, Shegzhen diseñó el “low cost” de procesos, que persigue el abaratamiento integral del producto en todas sus fases de desarrollo y comercialización. En este empeño, su mayor innovación, se ha visto dibujado en las facciones de su nueva concepción industrial. Sus modelos son predominantemente vistosas carrocerías cuya línea esconde un ensamblaje a tres chasis acompañado de materiales ligeros acoplados; sus vísceras se nutren de componentes estándar de valor medio y a todo ello se suma una tecnología de ensamblaje asimilada de la competencia (toyotismo principalmente); por la vertiente menos tecnológica se distingue una mano de obra intensiva, una logística externalizada, total ausencia de toda maquinaria publicitaria, financiación blanda y una baja presión fiscal (esto último, hasta nueva orden). Como además, a nivel organizacional, entre las casas de coches chinas se sindican infraestructuras, comparten estándares de piezas de montaje y se organizan bajo una red común de distribución (concesionarios multimarcas), sus costes tienden aún más a la reducción. Bienvenidos a lo que para muchos es la nueva concepción comercial del vehículo, el “low cost”. Y para lo que otros tantos menos efusivos simplemente debe llamarse saicismo, un espacio límbico donde al vehículo se le desprovee de lo único que aún se le respetaba: su alma. Pero tanto a los que aplauden el nuevo paradigma de producción como a quienes les aterra, tienen a bien en dejarlo en mal lugar… ¿Esto quiere decir que son malos los coches chinos en contraposición a los de las marcas tradicionales?; hablando en plata no mucho más que los actuales coches occidentales: porque el ensamble de producción china constituyen en sí lo que concebiríamos en Europa como “marca blanca”, sólo que en este caso, de vehículos. De hecho, “Honda” equipa con motores a “GZ” y “Volkswagen” a la misma “Saic”. Y aunque “Faw” mantiene diversas alianzas tecnológicas con “Toyota” al tiempo que deposita su confianza en equipamientos alemanes, conserva su identidad de fabricante. La diferencia final entre unos y otros simplemente es que los chinos logran, mediante multiprocesos cruzados, que sean más baratos. Ni más ni menos.
No obstante, este empecinamiento de estas casas por su identidad de marca contrasta con sus logros de precio. Puesto que es cierto que existe indicios en que su creatividad está programáticamente restringida. Honestamente, poco o nada aportan muchos de los fabricantes chinos a sus propios acabados, según lo tradicionalmente entendido para la manufactura del automóvil. Algunos mercadotécnicos alegan, además, que muchas de estas marcas no deberían considerarse ni como neutras ni como tales, al comportarse en la práctica como meros ensambladores. En cierto modo razón no les falta cuando el estudio del diseño y la línea es otro de los aspectos que descuidan los nuevos fabricantes orientales en pos de la reducción de su estructura de costes. Su plan de ajuste es tal en algunos de ellos se limitan a mimetizar las tendencias y diseños elaborados por otros. Muchos de los lanzamientos de las casas chinas, son réplicas en mayor o menor grado no disimuladas de los jeeppers, turismos y berlinas más exitosos del mercado internacional. Así, entre múltiples ejemplos y semejanzas, el Jeepzter bien podría ser la copia china del Hurricane Concept de “Jepp”. Y el Merrie 300 de “Geely” el clon perverso de un Mercedes de la Clase C. Y a todo esto no podemos dejar de obviar que el Laibao SRV es un impecable homenaje al CRV de “Honda”. La desfachatez de la industria mandarina a la hora de replicar diseños no se contenta únicamente con líneas o tendencias estéticas comerciales. Cualquier visitante a un concesionario de Shenghen o bien al “Salón del Motor en Shanghái” esboza una incontenida sonrisa cuando algunos ensambladores chinos emulan logotipos simulados de marcas reinas con los que casualmente no tienen acuerdo de transferencia de procesos o tecnología. Ocurre con la carrocera “BYD”, que lo toma prestado de “BMW”; y así le sucede a “Toyota” a la par que la misma “Geely” lleva a cabo para su logo ligeras modificaciones sobre el emblema del constructor japonés. Se cumple así la ley del marketing según la cual todo producto que mediante su excelencia tiende a ser demandado, debe sufrir el reconocimiento de ser replicado. El homenaje a un producto es su reproducción ilegítima. La condena del replicante es admirarle por el talento de un arte ajeno. La ventaja del cliente es la accesibilidad virtual, el disfrute del simulacro. La remisión para la industria, moverse en círculos concéntricos de subproducción. Y cerrando la cadena de transmisión, definitivamente el producto de esta guisa se convierte en “subproducto”, y el cliente en “subconsumidor”. El saicismo, vástago del “low cost”, hijo bastardo del toyotismo, no fabrica malos productos, tan sólo malas marcas, subconsumidores. Nuestra era ha penetrado en una nueva etapa de la relaciones con el medio productivo y su utilidad social, la edad del subconsumismo. A Rey muerto…
Víctor G. Pulido
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